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Respiro lo inminente del subterráneo
en el que vengo a destronarme. A mi o a esa calma
que respira desde una grieta oscura lo que viene.

Si tuviera que dibujar la calma lo haría sobre un espejo
en cuyo reflejo brotase una imagen sin dueño, sola.
Intentaría extirpar esa tela blanca a los trazos, para que
el cuerpo del pincel pueda reflejarse.



Me despierto de la calma y oigo
que lo que se acerca son mis manos (manchadas de pintura).
Oigo también el traqueteo constante de un tren, palmas que
se baten sin descanso, bastedad inmutable de silencio. Veo palabras
trenzándose en abrazos inentendibles; construyendo una
nueva calma y su ruina anticipada.



Con las manos ya sueltas de palabras
adviene un pesado abatimiento entre los dedos
que se extiende hasta el horizonte del cuello.
Un letargo rodeado de palmas, silencios y trenes; quizás
sean voces no reconocidas,
incapaces de esconder algo más que la voz.

Lo que se siente -como amenaza - es lo alucinado. Y aquí ya es tarde,
el cielo empieza a alucinar detrás del silencio negro.
Se lo oye subir.